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Todos tenemos el compromiso de asumir la responsabilidad, de responder como Hijos de Dios ,buscando siempre lo más perfecto, lo más bueno y rechazando todo mal . El cristiano solo se pone mal cuando ofende a los hermanos y no por el mal recibido,

sábado, 10 de julio de 2010

¿QUIÉN ME ENSEÑÓ A ORAR?

Después de este rodeo biográfico, es hora de volver a las palabras de Lucas, que explican mi vida hoy. Sin embargo, era importante dar este rodeo para comprender cómo el Espíritu Santo forma a un hombre en la oración y le hace descubrir en esta oración su vocación última. A menudo se piensa que basta ser llamado a la oración, tener el deseo y la voluntad de orar, para ser hombre de oración. En esto nos equivocamos rotundamente; son las pruebas sobre todo las que nos enseñan a orar.

Nunca tocamos suficientemente a fondo la miseria para clamar a Dios, pues el grito que llega de lo profundo es siempre escuchado.

Todavía hoy, después de haber suplicado tanto y de encontrarme en un estado en el que no tengo más solución de recambio que la oración, estoy íntimamente persuadido de que apenas he comenzado a suplicar. Cualesquiera que sean los gritos de angustia arrancados a nuestro corazón de piedra, no son nada al lado de lo que el Señor espera de nosotros en materia de súplica. Con un toque de humor, casi podríamos decir que ni siquiera hemos comenzado a suplicar. No soy yo quien lo dice, sino el mismo Jesús, que amonesta a sus apóstoles con estas palabras: Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestra dicha sea completa (Jn 16,24).

Pero reconozco también que no sabría nada de la oración de súplica, de la que tantos religiosos, e incluso sacerdotes, no conocen gran cosa, cuando no la critican incluso, si no hubiera pasado por las pruebas que he experimentado. Y en este sentido doy gracias a Dios por haberme hecho pasar por ahí, pues era el único medio de sumirme en la oración. Una historia que ya he contado en La oración del corazón permitirá comprenderlo.

Se trata de Máximo, un joven griego, que oye la llamada a ir al desierto para realizar las palabras de Jesús: Hay que orar siempre sin desfallecer. Se va, y el primer día todo marcha bien. Se pasa el día rezando el padrenuestro y el avemaría. Pero se pone el día, oscurece y comienza a ver surgir formas y brillar ojos en la espesura. Entonces le invade el miedo, y su oración se hace más insistente: Jesús, hijo de David, ten compasión de mi, pecador. Y se duerme. Al despertarse por la mañana, se pone a rezar como la víspera; pero, como es joven, siente hambre y sed, y ha de alimentarse. Entonces comienza a pedir a Dios que le proporcione alimento; y cada vez que encuentra una baya, dice: "Gracias, Dios mío". Vuelve la tarde con los terrores de la noche, y se pone a rezar la oración de Jesús. Poco a poco se habitúa a los peligros exteriores: el hambre, el frío y el sol; pero, como es joven, siente tentaciones de todas clases en su corazón, en su alma y en su espíritu. Habituado ya a la lucha, repite la oración de Jesús. Se suceden los días, los meses y los años, y también el mismo ritmo de tentaciones, de oración, de pruebas, de caídas y de levantarse. Un buen día, al cabo de catorce años, van a verle sus amigos, y comprueban con estupefacción que está siempre orando. Le preguntan: "¿Quién te ha enseñado la oración continua?". Y Máximo les responde: "Sencillamente, los demonios".

Al contar esta historia, monseñor Antoine Bloom decía: "En este sentido, la oración continua es más fácil en una vida activa, en la que uno se siente hostigado por todas partes, que en una vida contemplativa, donde no existen preocupaciones". Las pruebas, las angustias, los sufrimientos y los peligros es lo que engendra la perseverancia, la cual nos impulsa a la oración incesante.

Pero queda otro paso por dar. Nos puede gustar rezar, e incluso rezar mucho, como el joven Máximo, bajo el peso de las tribulaciones y de la gracia; pero de ahí a ser de los elegidos que claman a Dios día y noche hay todavía un abismo. El impulso a hacerlo no proviene de nosotros, sino de una llamada especial del Espíritu, que, a menudo sin nosotros saberlo, nos coloca en un estado en el que no se puede hacer otra cosa que orar. Los que son llamados a ello actualizan hoy un aspecto muy preciso de la vida de Jesús: su oración apartada, de noche como de día, por la mañana antes del alba o entrada la noche. Lo mismo que otros se sienten llamados a actualizar su ministerio de anuncio del reino mediante la palabra y los signos de curación y de liberación realizados en los enfermos y los posesos. Ningún apóstol puede pretender reproducir él solo la vida total de Cristo. El que lo pretendiera no haría nada en absoluto. Al cristiano adulto se lo reconoce en que, deseando abarcar lo universal, encuentra la alegría y el descanso del corazón en limitarse a una tarea precisa, por ínfima que sea, como lo decía san Ignacio.

Jean Lafrance

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